Hubo un tiempo en que éramos uno y en el que la distancia entre las estrellas era tan exigua que su fulgor no era más que la ceguera que se producían entre unas y otras. Y allí, un suspiro antes de la gran explosión, estábamos todos tan juntos y tan apretados que nuestros pensamientos eran únicamente uno… ¿Lo recuerdas?

Presiento que allí no existía ni el blanco, ni el negro. No existía ni el bien, ni el mal. Allí, no existía el color ni la música. Allí el amor, era tan pesado y tan concentrado que ni la paz respiraba.

De pronto nos expandimos. Alguien descorchó la botella, y sujetos a la tirolina del destino partimos hacia el vacío. Hacia el extenuado viajar del pensamiento.

Desde entonces, nos dejamos lanzar hasta el infinito sinfín de los confines atrapados por el deslizar de nuestros sueños. Todos y solos. Juntos y sueltos. Sueños de vida.

Hoy nos hacemos, nos construimos y reinventamos. Nos juntamos y rechazamos. Nos abrazamos y repelemos. Y quizás..., la distancia entre dos manos se llame “social”, el silencio entre palabras se llame “social” y el camino entre personas se llame “social”. Pero eso ya ni nos importa porque el trabajo fluye por dentro, ¿verdad?

Ahora sé que esta ladera asocial que nos separa de la cima, no tendrá la fuerza contraria que nos impida forzar la marcha para alcanzar el cerro.

Volvemos. Traemos un trébol verde. El que nos da esperanza entre las campañas. El nuestro es de cuatro hojas porque es de suerte. Una suerte escrita en cada pisada de un futuro que tú nos empujas a reinventar.